Del CULagos a CádizFornia: sobre mi travesía al otro lado del Atlántico

Por: Andrea Prado Becerra. Estudiante de la licenciatura en Humanidades del Centro Universitario de los Lagos

Cuando desperté todo había terminado, y en aquel abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que era posible atravesar el gran charco, denominado por quienes son más correctos en el hablar: el Atlántico. Hacía algún tiempo escuché que los humanos teníamos en promedio 12 sueños, de los cuales, sólo lográbamos recordar el 10 por cierto del último, pero en esta ocasión los pronósticos de la ciencia fallaron y yo, lograba recordar absolutamente todo.
 
                Y es que para ser honesta, nunca había atravesado una frontera física de tal magnitud ni me había alejado tanto del terruño que cada mañana me abrazaba para confortarme sobre la situación de mis circunstancias inmediatas. Pero en esta ocasión, fue la Universidad de Guadalajara, a través del Programa de Estancias Académicas (PEA), la que varias veces a lo largo de 6 meses, me permitió saber qué se siente atravesar un muro por el aire y encontrar con ello, eso que el periodista Richard Kapuscinski designaba como el sentido de la vida: atravesar fronteras.
 
                Cádiz fue el lugar donde la mayor parte de las cosas ocurrieron; ubicada en la provincia autónoma de Andalucía en España, esta ciudad albergó uno de los asentamientos fenicios más antiguos de occidente que desde el principio decidieron volcar sus vidas hacia el comercio y hacia el sometimiento del sosegado monstro que la abraza por los cuatro puntos cardinales y de manera eterna: el mar. Asediada, anexada, invadida y reconstruida, Cádiz finalmente se volverá famosa porque hacia 1812 dio apellido a la primera constitución española que a su vez, inspiraría las respectivas cartas magnas de buena parte de los pueblos americanos; y con todo ello Cádiz y su constitución nos darían a la larga, otra razón más para la realización de puentes vacacionales dentro de aquel lugar de memoria denominado calendario.
 
                Por lo tanto, Cádiz es una ciudad conocida por muchos (al menos por mentada), y hoy es también un sitio conocido por mí: durante poco más de 6 meses pude recorrer con la calma de un gaditano (gentilicio de los habitantes de Cádiz) sus húmedas y laberínticas calles. Y aunque también es cierto que no sólo de paisajes vive el hombre, en esta ocasión debo decir que el intercambio me mostró las dinámicas por medio de las cuales los hombres y mujeres han logrado vivir y construirse a sí mismos a través de los paisajes que los rodean. Porque desde esta perspectiva para nadie se vuelve un secreto que a 9 mil kilómetros de distancia de Lagos de Moreno las cosas sean diferentes: sí, como lo pueden imaginar, allá no hay tacos ni pozole, y el chile que hay pica, pero pica muy poco.
 
Sin embargo, no hay razones por las cuales preocuparse, del otro lado del océano también se come, y se come tan bien que el chile no se extraña tanto. Y menos aún, si además de la mezcla de sabores y texturas con las que nuestro paladar puede jugar, nos encontramos con la posibilidad de ver de cerca esa realidad “color rosa” que los europeos deben experimentar de manera cotidiana: detrás de la Torre Eiffel, del Coliseo, de la Puerta de Brandeburgo o de Alcalá, se esconde el miedo a un posible atentado terrorista en cualquier situación o espacio en los que haya una aglomeración de personas; frente a estos monumentos impera el triunfo de los discursos de derechas que califican al migrante y al refugiado como el causante de todos los males, alimentando con ello la absurda xenofobia que ensombrece la oportunidad de conocer al otro. A la derecha de estos objetos de memoria, es posible observar las manifestaciones de las minorías (y de las que ahora no lo son tanto) por la obtención, perpetuación o rectificación de derechos por los que tiempo atrás lucharon. Y finalmente, el “color rosa” de los paisajes europeos se diluye ante la presencia del recuerdo de varias guerras que trajeron la destrucción de ciudades enteras, y ante el miedo de que dichos enfrentamientos bélicos vuelvan a repetirse (por razones varias) y con ello, se revivan las historias que los abuelos hoy todavía cuentan.
 
                Todo esto lo pude aprender gracias a la convivencia constante con Tomaso Beringheli, Alberto Pérsico, Federico Cenedese, Amedeo Lanzardo, Riccardo Fiorentino, Benedetta Perna, Corrado Alessandrini, Nicoletta Remotti, Chiara Ponte (Italia), César Jaramillo (Colombia), Lukas Kienzler, Nils-Erik Ross, Rike Schnieke (Alemania), Emmanuel Gaykovitch (Argentina), Corentin Toullec, Céline Chenot, Solange (Francia), Regina Gasparetto (Brasil), Rodorna McDonald (Trinidad y Tobago), Delia Arcas, Mar Ignacio, Carmen Abellan y Guillermo Toscano (España). Fue con ellos con quienes coincidí en “CádizFornia” (nombre por el que popularmente es conocida la casa de estudiantes donde viví) durante mi movilidad, fueron ellos quienes a través de las conversaciones, cenas, estudios en biblioteca e idas a la Caleta, me mostraron también la permeabilidad de las fronteras, la forma en la que si bien la lengua y los rasgos físicos te hacen diferente, simultáneamente te enriquecen. Y finalmente, fueron ellos quienes me mostraron cómo detrás de cada rostro se esconden sueños e historias cuya trama es imposible olvidar aunque sea el Atlántico quien se nos atraviese en el camino.